EL PLACER DE PINTAR
La obra abstracta de Inmaculada Cuesta
La primera pintura abstracta de la historia fue una pintura literaria. Se encuentra en una novela breve que Balzac escribió en 1831: La obra maestra desconocida. Frenhofer, el protagonista de este relato, es un viejo y genial artista que durante diez años se ha dedicado a pintar de forma obsesiva el retrato de una mujer destinado a emular la belleza viva más sublime. Cuando tras intensas negociaciones se apresta a mostrar su obra a dos artistas, estos descubren que en la tela no hay ninguna figura de mujer, sino sólo “colores confusamente amontonados, contenidos por una multitud de extrañas líneas que forman un muro de pintura”. Ante la decepción que expresan sus invitados, Frenhofer les espeta “están ante una mujer y buscan un cuadro”. Los empastes, las líneas, las masas de pintura, los colores que se extienden por la tela y que dejan ver en una esquina un pie magnífico eran para ese pintor la vida misma. Así nacía la primera obra abstracta, tan incomprensible para el protagonista como para el mismo Balzac, que para entenderla tuvo que imputársela a la locura. El viejo Frenhofer terminaría sus días junto a la obra que le había enloquecido en un incendio que iba a abrasar todo, aunque en sus rescoldos dejaba ya la idea de obra abstracta.
Casi un siglo después, Kandinsky, uno de los fundadores de la abstracción pictórica, también se sirvió de experiencias singulares: el sueño, la fiebre, la revelación súbita de un mundo de colores para explicar sus primeras obras abstractas. “En ocasiones soñaba con pinturas armoniosas que, al despertar, me dejaban tan sólo un rastro indistinto de detalles fantasmales. Una vez bajo la angustia de la fiebre tifoidea, vi con gran claridad un cuadro entero”- escribió en sus recuerdos.
Los objetos empezaron a disolverse en sus cuadros hasta terminar por desaparecer totalmente y dejar paso a colores, puntos y líneas.
De esta forma se cerraba la ventana albertiana, que desde el renacimiento había permanecido abierta. La pintura había dejado de ser un vano por el que el espectador se asomaba al mundo, para convertirse ahora en una ventana tapiada en la que el espectador tenía que contemplar la ventana misma. Así comenzaba la pintura intransitiva, esa pintura que se constituye en un lenguaje propio y que se ha denominado “pintura abstracta”.
El camino que tuvo que recorrer la pintura para llegar a esta "creatividad pura" ha sido tortuoso y difícil. De hecho, el terreno en el que juega ahora es un terreno de conquista en el que han participado numerosos artistas, desde Mondrian y Malevich hasta Pollock o Rothko, por citar algunos de los más importantes.
La obra de Inmaculada Cuesta es un fruto feliz de esta larga historia. Casi dos siglos después de que Balzac escribiera su relato de Frenhofer la pintura puede presentarse sin ambages como una gran fiesta de color, de líneas y texturas.
Los óleos, acrílicos y obras sobre papel de Inmaculada Cuesta son un regalo para los ojos. La pintura parece respirar en ellos ajena a toda preocupación. Son el producto del placer de pintar, de jugar con el pincel, con la mano o con la pasta, de explorar en la materia y en el espacio hasta conseguir creaciones con sabor jubilatorio, en las que se transmite a los espectadores esta alegría del hacer.
En los collages, Cuesta utiliza el papel y la pintura como materiales del mismo valor, las masas de color se distribuyen y se superponen sobre toda la tela, pero el peso de estas masas desaparece gracias al efecto de ingravidez que genera esa línea nerviosa, casi caligráfica, que corre sobre ellas.
En la obra de Cuesta destaca, en primer lugar, su maestría para utilizar el color, la desenvoltura con que los combina y los dispone hasta crear grandes superficies llenas de fuerza y armonía. En segundo lugar, sorprenden las texturas que consigue, usando empastes, líneas y transparencias junto con materiales diversos: papel o cartón, hasta crear complejas composiciones en las que se superponen diferentes capas que muestran, aunque parezca inaudito, una gran ligereza.
Estas dos características hacen que la obra de Cuesta se sitúe en la onda de dos grandes pintores de la abstracción actual. En el uso del color, me recuerda al artista inglés Howard Hodking, del que los madrileños hemos podido ver recientemente una gran exposición en el Centro de Arte Reina Sofía. En las texturas y búsquedas de transparencias, en el uso de capas y del goteo y de la pincelada ancha, Cuesta recuerda al alemán Gerhard Richter, uno de los mayores artistas de este siglo que se sirve de múltiples lenguajes en sus creaciones.
Me gustaría por último destacar la obra sobre papel de Cuesta. Esta es su obra más íntima, alejada de los grandes formatos y de los grandes gestos, pero que revela todavía mejor esa placer del pintar. Unos papeles superpuestos, unas pinceladas, unos colores y poco más consiguen hacerse un espacio entre nosotros e iluminar con un atisbo de belleza nuestro presente de cada día
(Bruselas, Enero de 2007)
Charo Crego, doctora en Filosofía por la Universidad Autónoma de Madrid, es ensayista y crítica de arte.. Ha publicado un estudio sobre el neoplasticismo holandés, bajo el título El Espejo del Orden (Madrid 1999), y un ensayo sobre el rostro en la pintura, titulado Geografía de una Península (Madrid 2004)